miércoles, 25 de diciembre de 2013

Luces de Navidad

Allí arriba podíamos ver otra realidad, la realidad. A nuestros píes no se encontraba una ciudad a finales de Diciembre como habíamos supuesto que sería. A nuestros píes se encontraba el mundo entero. No existíamos, pero todo existía para nosotros. Podíamos ver las luces ocultando la noche, la gente ocultando la humanidad, respirábamos aquella felicidad y alegría como si fuese plástico ardiendo porque plástico era y así se consumiría. Era una visión tétrica y en un principio insoportable, esperanza y amor movidos allí por gobiernos, mercados y religiones pero no por personas.

Todo lo material estaba para llenar aquellos sentimientos tan vacíos, para dar solidez a una columna de humo negro. Las mismas luces y adornos que te invitan a pretender sentir lo que no sientes; regalos que no refuerzan tu afecto por nadie, sólo el consumismo que te arranca tu identidad; y placebos, miles de ellos para evitar que pienses demasiado. Todo para no ser el pobre desgraciado que no es feliz en Navidad.



Allí arriba, sin ser nadie, eramos superiores a todo aquello. Podíamos permitirnos disfrutar del espectáculo con arrogancia, saber que todo está mal y sólo querer observar, contemplar nuestro mundo hasta el momento en el que estallara, porque era nuestro, porque la realidad nos pertenecía. 


Así debía sentirse Dios, pero nosotros teníamos frío y una sonrisa amarga en la boca, esa que te hace existir, que te recuerda que sigues vivo y nos hacía preguntarnos si debajo nuestro eran conscientes de ello. La sonrisa que te recuerda que no eres un observador, sino parte de la escena, que acabarás siendo polvo y ceniza sobre el que otro construya su atalaya temporal. 


Sabiendo esto sólo podíamos disfrutar, disfrutar mientras pudiéramos con la sinceridad que, allí abajo, se había dejado comprar. 






domingo, 3 de noviembre de 2013

Del sano egocentrismo

Me encontré frente a un reloj de gris arena, frente a cada grano de utopía sepultado por segundo. Un torrente de esperanzas vacías que no era el tiempo lo que movían, tan sólo a mí y cada desafortunada idea ya extinta.

Él era reloj, o era yo ilusión, ahí en el reflejo de lo que el polvo no cubrió. Y mientras tanto se quemaban el libro y su escritor, y me sentaba y lo miraba y la esperaba, a una verdad capaz de compensar, de fusionar lo utópico y lo racional, la que no se me ocurrió buscar.






Él era reloj, o era yo ilusión,
hasta que me encontré siendo yo él, y él mera intuición.