Todo lo material estaba para llenar aquellos sentimientos tan vacíos, para dar solidez a una columna de humo negro. Las mismas luces y adornos que te invitan a pretender sentir lo que no sientes; regalos que no refuerzan tu afecto por nadie, sólo el consumismo que te arranca tu identidad; y placebos, miles de ellos para evitar que pienses demasiado. Todo para no ser el pobre desgraciado que no es feliz en Navidad.
Allí arriba, sin ser nadie, eramos superiores a todo aquello. Podíamos permitirnos disfrutar del espectáculo con arrogancia, saber que todo está mal y sólo querer observar, contemplar nuestro mundo hasta el momento en el que estallara, porque era nuestro, porque la realidad nos pertenecía.
Así debía sentirse Dios, pero nosotros teníamos frío y una sonrisa amarga en la boca, esa que te hace existir, que te recuerda que sigues vivo y nos hacía preguntarnos si debajo nuestro eran conscientes de ello. La sonrisa que te recuerda que no eres un observador, sino parte de la escena, que acabarás siendo polvo y ceniza sobre el que otro construya su atalaya temporal.
Sabiendo esto sólo podíamos disfrutar, disfrutar mientras pudiéramos con la sinceridad que, allí abajo, se había dejado comprar.